No puede uno negar, que mancharse los zapatos del albero de las bodegas de Jerez es un hecho romántico que cualquier persona a la que le gusta el vino quiere vivir al menos una vez en su vida; representa la constatación de que estás allí, en una de las mecas enológicas más importantes del mundo, más significativa y especial con un valor que le viene dado por una singularidad llena de historia, hondura y carácter.

Tranquilos todos, no voy a evocar la enésima explicación de por qué los vinos del Marco son como son ya que cualquier libro de enología puede aportar esos datos, yo misma tengo un buen material visual para mis alumnos, ya si eso se lo paso. Tampoco voy a sacar la bata de cola para bailarles el agua con la mística y lo shakesperiano, que podría… pero ahí están los templos de estos vinos finos, para recibirles como lo han hecho conmigo con una conciencia sobre su pasado y grandeza unos, por qué no decirlo abandonados otros, emanando los aromas de viejos mostos queriendo vivir de las rentas, frase que odio, por cierto.

Muchas bodegas están cerradas en el viejo casco y otras dan ganas de pasearlas a caballo, con el sol en la cara y vestido de corto, jolines que hay mucho arte y mucha gracia para comunicar, simpatía y ese nosequé quéseyo que debe ser ése el misterio que tiene el palo cortado y no otro. Que sí, que hay “sherryrevolution” que te lo digo yo, aunque como en todos los mares revueltos y esfuerzos de algunos, haya quien se suba al carro vendiendo humo, o lo que es lo mismo, manzanillas viejas que no es igual que pasadas…

A golpe de venencia se me abrieron las puertas de Lustau, González Byass y la sanluqueña Barbadillo que si me tratan mejor ya me quedo, me quedo dando saltos entre las tapas de Sevilla y su bullicio fino en Santa Cruz, bebiendo Solear y rebujitos para ir a recogerme en Jerez y sus patios, tomando los nuevos mostos que jarra va y jarra viene porque “a mi mujer la dicen la reina del menudillo” y yo le convalido la corona; porque la cola de toro, el adobito y las sartenes de huevos rotos y jamón de Jabugo saben más con finos del puerto y un “ole que apañá eres niña” a cada plato y ese es el duende. Entrar en los tabancos, probar los vinos a granel, oloroso con queso Payoyo en El Pasaje mientras el arte se parte y se reparte desde un tablao a ras de mesa y papelón.

Como cada región vinícola de excepción, hay que ir a mojarse en ella, respirarla y escucharla para comprenderla y el vino, elemento vivo y solidario, también arma de mercenarios, se viste y se invita para el que lo quiera conocer sólo por saber, por criticar, por disfrute o academicismo, que todo cabe.

Recogerse por último en La Sacristía Er Guerrita a zanjar el asunto con los latigazos espirituales de godellos, treixaduras, albariños, ribeiros, mencías y sousones ya fue una feliz coincidencia que es no caber en ti de gozo y pon unas huevas aliñás ahí que la vida es corta.

La sorpresa y el viaje no lo son sin vino y gastronomía, sin ponerte en manos del que quiere contarte y venciendo la inservible vergüenza de llamar a las puertas y decir ¡oye! cuéntame tus vinos y su historia, por qué los techos son tal altos, por qué hay esterones en las ventanas y naranjos por las calles, quien es esa Lola, esa Paquera, y ese Tío Pepe.

El legado y el sabor puede esconderse en cada calle, pero hay que ir con la lente puesta, porque como en todo, no es Jerez todo lo que reluce.

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Sara González Martín

Sara González Martín

Sumiller y T. Superior en Enología y Maridaje

Sumiller, Técnico Superior en Enología, Maridaje, Comercio y Marketing así como Docente de Sumillería de HECANSA en la Escuela Superior de Hostelería y Turismo de Santa Brígida en Gran Canaria.

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